-
¿Estás harta? ¿Qué haces aquí entonces? Eres igual que tu padre. Decía...no, mas
bien, gritaba mi mamá mientras caminaba por mi obscuro y desordenado cuarto con
el cigarrillo en la mano, con una expresión de rabia en la cara. No recuerdo
con claridad aquel día, mi mente, afortunadamente para mi malhumorado corazón,
había bloqueado aquel momento para no dejar que me siguiera torturando por las
noches. Mi mente necesitaba descansar y al igual que mi madre, estaba harta de
mi flagelo constante.
Ese
día empezó como cualquier otro, eran vacaciones, así que despertaba tarde, despertaba
inmediatamente con ganas de regresar a dormir, ya que recordaba al momento de
abrir mis ojos que tenía que estudiar para pasar todas las materias reprobadas
que tenía. Tenía dieciséis años en ese entonces, lo único que me importaba era
como me veía en el espejo y como me veían los demás al pasar frente a ellos. La
primer cosa que vi esa mañana fue ropa en el suelo, platos en el mueble de la
televisión y maquillaje embarrado en el espejo de pie que estaba al lado del
televisor, pero eso era algo normal para mi, mi vida era un desorden ¿Por qué
mi cuarto tendría que ser diferente? Todo me causaba pereza, nada era digno de
mi esfuerzo y yo, lo único que quería, era dormir, usar mi laptop y comer. No
consideraba salir con amigos porque siempre estaba castigada, comer no lo hacía
tanto ya que quería cuidar mi cuerpo, tenía un trasero grande y mucha comida se
veía reflejada inmediatamente en él. Mi mamá en su fallido intento de ser
“madre” le puso control paternal a mi laptop, de ese que le ponen a los niños
precoces de siete años, para que no vean pornografía. El mundo, de esa forma
demostró que cualquier cosa estúpida que
una madre podía hacer, mi mamá lo podía hacer aún peor; no quería que
socializara en la vida real y tampoco me dejaba hacerlo virtualmente.
El
punto es que mi vida era lejos de ser feliz o funcional. Yo sólo quería
divertirme y que mi mamá me dejara en paz. De lo poco que recuerdo ese día es
que, mi laptop ya se había apagado, estaba aburrida, mi mamá quería obligarme a
ir a un partido al día siguiente y tenía que estudiar. Bueno, la razón
verdadera por la cual no quería ir, era porque odiaba el futbol y prefería irme
a casa de alguna amiga a estar en un estadio lleno de idiotas gritando y
aventándose cerveza, pero al parecer nadie entendía mi punto.
Yo
sé que no era una Santa, a mis dieciséis años fumaba, tomaba y reprobaba mas de
la mitad de las materias, pero a pesar de eso, no era una mala niña; era una
niña tierna, insegura, que no era la mejor ni la peor, sólo era muy inmadura,
una niña casi mujer queriendo un abrazo de su padre o de alguien. Lo que en
verdad quería era un abrazo, no un lazo familiar, pero mi mamá era un hielo
desafortunadamente, nada razonaba con ella y nada le conmovía, todo le parecía
ridículo y su opinión de los
sentimientos es que eran signo de debilidad.
Yo
era una adolescente sensible pero, ¿Qué adolescente no lo es? Aunque no quisiera, todo me afectaba y estaba
harta de mi misma, harta de todos, tomaba decisiones muy drásticas y mandar a
todos al diablo cuando me trataban mal. Sabía ser muy tierna pero también muy
fría si alguien me lastimaba y entre mas fuerte era mi dolor, mas indiferente
mi actitud.
Mi
mamá y yo peleábamos por todo. Pasábamos cinco días de una semana sin
hablarnos. La mayoría del tiempo comía en mi cuarto sola; no tengo hermanos, ni
papá. En realidad tampoco mamá, ella murió cuando tenía un año y medio por un
tumor en la cabeza y mi papá decidió que sería mas sencillo si yo iba a vivir
con su hermana (que es mi tía) y ahora dice ser mi mamá.
No
es una historia trágica, mas bien, drástica. No reclamo nada pero me gustaría
que a veces reconocieran que lo que he vivido no es fácil.
Después
de pelear toda tu vida, te empiezas a estancar, empieza a darte exactamente lo
mismo tu futuro. Eso es lo que me pasó a mí, estaba cansada de mi vida,
realmente no la vivía, sólo la sobrevivía. Fue entonces cuando llegué a la conclusión
de que si la vida no valía nada, ¿Qué perdería yéndome de casa? Podría encontrar
algún día un hombre que me mantuviera, luego me divorciaría y recibiría la
mitad de todo, no era algo tan malo. Muchas mujeres lo hacían en las películas y
tenían éxito, yo no era nada fea, tampoco era estúpida y sabía como ganarme el
corazón de las personas. Así que no le tenía miedo al futuro, creía que podía
comerme al mundo, era una idiota.
Uno
de mis buenos hábitos era ahorrar, ése y el vestirme bien, eran lo único bueno
de mí. Tenía unos 1300 pesos ahorrados, dos cajetillas de cigarros de
emergencia y una decisión tomada, me iría de casa y no planeaba regresar. Esa
misma noche, un sábado catorce de enero a las siete pm, empecé a hacer una
maleta.
Consideré
por mucho tiempo, que podría hacer. La verdad es que no sabía hacer nada, sólo
bailar como puta en las fiestas después de emborracharme y… claro, sabía bailar
como puta.
Yo
no quería bailar, pero tampoco tenía muchas opciones. No sé bien que fue lo que
me motivó a irme por ese camino, pero si recuerdo que por donde vivía estaba
lleno de esos lugares.
Empaqué
en una pequeña maleta morada con olor a humedad, mi ropa interior, mis tenis
más caros, mi vestido favorito, dos pares de tacones, dos jeans, un pants, una
pijama, cinco playeras, dos vestidos, unas chanclas, la identificación de
Mariana ( una compañera de clases), dos trajes de baño (No sé para qué) y una
chamarra.
Luego
agarré la bolsa mas grande que tenía y guardé mis mil trecientos pesos en un
calcetín, metí mis cigarros, mi cepillo de dientes, mi pasta, un encendedor,
mis cosméticos, crema para peinar, perfume, crema para el cuerpo y un folder
con mis documentos mas importantes, porque claro que no planeaba dedicarme a
eso siempre.
Escribí
una nota que decía: “Lo siento mamá, quiero respirar, gracias por estos
dieciséis años, sé feliz.
Me
arreglé el cabello, me perfumé, me puse un abrigo. Tomé mis cosas, fui al
elevador de mi edificio silenciosamente, dejé las cosas al pie de la puerta y
fui con mi mamá a decirle que iba al estacionamiento a sacar un cuaderno del
coche. Me vió y no me contestó. Caminé por la puerta considerando lo que estaba
haciendo, pero, nada era peor que estar ahí, nada era peor que ser prisionera
en mi propia casa.
Pedí
el elevador con lágrimas corriendo por mis mejillas y pegué la nota de adiós
en la puerta. Salí del edificio, el policía me preguntó si mi madre estaba
enterada de mi salida, dije que si y me fui lo mas rápido que pude, para que mi
mamá no pudiera alcanzarme si planeaba hacerlo. Tomé un taxi, con mi maleta y
mi bolsa gigante, empecé a llorar como nunca. El taxista trataba de hacerme
plática y no dejaba de preguntar si estaba bien. Era lógico que no estaba bien,
era una niña de dieciséis años dejando su casa, así que no le contesté, no
estaba de humor para hacer
nuevos amigos. Fui a un hotel barato, de color verde, que olía a sopa y tenía
un árbol con adornos de navidad; era el que estaba mas cerca y no quería gastar
mucho, así que pagué con la identificación de mi amiga por dos noches. Entré al
cuarto, me acosté en la cama y sentí las rasposas cobijas. Dejé mis cosas, fui
al pequeño y frío baño de mi cuarto, me arreglé un poco, me puse el abrigo y
tomé otro taxi camino hacia el mejor club de por ahí que casualmente estaba a
cinco minutos de mi casa.
Cuando
llegué al club, todo mi cuerpo estaba temblando, sentía el sudor frío recorrer
mi espalda dentro de mi abrigo negro, pero ya había decidido empezar una nueva
vida y no había vuelta atrás. Cuando me bajé del taxi me cuestionaba al mismo
tiempo que mis piernas se movían involuntariamente, si Dios estaría viéndome,
preguntándose porque había decidido eso y tachando mi nombre de la lista de
personas que serían perdonadas algún día. Yo no creía en Dios, pero en ese
momento de verdad me preocupaba lo que él pensara. Así de perturbada me
encontraba.
Sabía
que estaba cometiendo un error, pero caminé hacia la puerta. El cadenero me vió de pies a cabeza, me dijo que pasara. Volteé hacia atrás con miedo de que alguien
conocido me viera entrar y seguí caminando. Me recibió el gerente del lugar,
bien vestido y con una cicatriz en la frente, manos largas y una mirada que en
cierto modo, tranquilizaba. Le dije que venía al trabajo, a lo que contesto:
“Has llegado en el momento perfecto”. Asentí.
-
Muy bueno... Escribes muy bien, facil practico y se entiende perfecto, espero leerte un poco mas asi aprendo algo... Sigo leyendo ;)
ResponderEliminar